Un tercio de los chilenos viven en Santiago y la ciudad es muy moderna con sus centros comerciales, los edificios de cristal donde hay millones de oficinas y las grandes avenidas y boulevares. Quizá los sucesivos terremotos han ayudado a modernizar la ciudad, ya que en algunas ocasiones, algunos edificios quedaron completamente destruidos.
Santiago tiene algunas particularidades y la que más llamó nuestra atención fueron los cafés. Hay cuatro tipos de cafés en esta ciudad: el café donde puedes sentarte a tomar y comer algo, el café donde sólo se sirve en la barra y te lo tomas rapidito y, por último, el café con piernas y su variante que es el café con piernas con minuto feliz. ¿Qué es eso del café con piernas? Pues una estrategia de markéting que funciona a las mil maravillas.
Hace mucho, mucho tiempo, el café que se producía y se servía en Santiago no era muy bueno. Había unas cuantas cafeterías, pero no muy frecuentadas por la calidad pésima de su producto estrella. Algunos santiaguinos se estrujaron los sesos y pensaron que con una estrategia adecuada se podría atraer a muchos más clientes. La estrategia consistió en abrir cafés en la zona de negocios y hacer que unas guapas señoritas, ligeritas de ropa, sirvieran el café a los señores ejecutivos y sus clientes. Con este nuevo servicio, el cliente se olvidaba de lo malo que estaba el café y consumía mucho más. Estas mentes pensantes llevaron su idea un paso más allá: el minuto feliz. En algún momento del día, nunca se sabe cuándo, la cafetería cierra sus puertas y las camareras hacen un striptease durante un minuto para el deleite de los clientes.
Nosotros pasamos por delante de un café con piernas y, obviamente, desde fuera no se ve lo que pasa dentro, pero cuando un cliente abrió la puerta para salir vimos que el sitio estaba abarrotado y las camareras casi como Dios las trajo al mundo. ¿Quién dijo que se necesita un producto bueno para triunfar? Si no que se lo pregunten a Apple…
En Santiago también aprovechamos a hacer una visita guiada gratuita y el guía nos llevó por el centro histórico. Nos contó un poco sobre la historia de Chile y cómo Estados Unidos ayudó para sumir a Chile en una profunda crisis y así poder destituir a Salvador Allende. Nos contó que Allende es querido y odiado a partes iguales, por lo que hay algunas estatuas en la ciudad que generan bastante controversia.
Otra de las cosas curiosas que vi un día comprando en el supermercado fue que había un señor de casi setenta años trabajando como reponedor. La imagen ñe dejó muy impactada, ya que se veía que era un señor bastante mayor, de los que han empezado a perder peso y el pantalón les queda colgando por mucho que se apriete el cinturón. ¿Cómo era posible encontrar a alguien de la tercera edad en un trabajo tan precario? En el hostal me dieron la respuesta. Chile tiene una economía muy liberal, por lo que el Estado no paga pensiones y, si lo hace, son completamente simbólicas. Casi todo el mundo tiene que cotizar a fondos de pensión privados y cuando llega la hora de la jubilación, estas empresas hacen una estimación sobre cuánto tiempo de vida te queda. Dividen la cantidad que te corresponden entre el número de años que han estimado, y ahí está tu sueldo anual, que normalmente no es mucho. Es por eso que mucha gente tiene que seguir trabajando aunque sean mayores. Además, estas empesas son demasiado “listas”: si te mueres antes de lo que han estimado, el remanente de dinero no se entrega a los herederos, si no que es la propia empresa la que se lo queda. Un negocio redondo, ¿no? Pregunté que por qué la gente no se limitaba a tener una cuenta de ahorro en vez de cotizar en este tipo de empresas y la respuesta fue que el Estado y la mayoría de las empresas te obligan a utilizar este sistema. ¿Será que gente influyente en el gobierno tiene acciones en este tipo de empresas? En todas partes cuecen habas…
El hostal que escogimos esta vez se llamaba La Ventana Sur. Su dueño, Iván, era de lo más simpático. Un chileno sin pelos en la lengua con un aspecto de clásico y macarra al mismo tiempo: llevaba pantalones chinos y camisa con cinturon y pulseras de motero 🙂 En el hostal había un huésped muy especial, un americano de San Francisco que creía que el hemisferio norte iba a ser devastado completamente por las radiaciones de Fukushima. Para evitar perecer, se había venido a Santiago y nos encomió a avisar a toda nuestra familia y a hacerlos venir a un lugar seguro. Incluso tenía sus teorías “científicas” y se las mandaba por email a otros huéspedes. Además, siempre llevaba sombrero y mangas largas para evitar las radiaciones. El típico tarado de las películas que piensas que nunca puede existir alguien así en la realidad, pues ¡ahí estaba!
En el hostal también conocimos a Alejandro, un jovencito ingeniero civil español que había tenido que emigrar por la falta de trabajo en España. Tenía una infinita tristeza en los ojos, por haber tenido que dejar atrás todo lo que quería y amaba. Se le podría llamar “aventurero”, como los califica nuestra impresentable ministra de empleo, Fátima Báñez, a la que me hubiera gustado ver viviendo en un hostal y en la misma situación que Alejandro: trabajando 12 horas al día y el poco tiempo libre que tenía colgado del Skype para poder hablar con su novia y familia. Ahí fue cuando me di cuenta que su experiencia como inmigrante había sido completamente distinta a la mía: yo lo había elegido como una opción personal, él por necesidad. Intenté animarle y darle muchos consejos, contándole cómo lo había hecho yo en Francia. Le conté que al principio es difícil, pero que al final una experiencia así aporta más que resta, que sólo había que tener paciencia, que todo llegaría.
Visitamos algunos lugares más de Santiago como Bellavista, Cerro San Cristóbal o los jardines de Santa Lucía. Tras dos días de turismo tranquilo y haber aprovechado la piscina del hostal, nos dirigimos hacia Puerto Montt, donde nos esperaba un cargo que nos llevaría por los fiordos patagónicos hasta el extremo sur de Chile.